Alytus, actual Lituania 1487
Una mañana, un viajero
Estaba cansado, sería imposible no estarlo, había nadado durante horas en la corriente del tiempo. Era primera vez que llegaba tan lejos yendo en contra de aquel poderoso caudal.
Las islas eran pocas y había que aprovecharlas. Esto no era como en las películas que tanto le gustaban, no había máquinas que lo llevasen al tiempo deseado, no habían portales mágicos; solo el río, eterno y traicionero.
Debía de tener cuidado al meterse en esas aguas, se necesitaba una habilidad especial para ir saltando de isla en isla, uno podía simplemente olvidar lo que se buscaba, la razón de su viaje, y transformarse en parte de aquel umbrío paisaje. Es que la mente se vuelve frágil en el torrente, aunque a penas tiene catorce años lo sabe muy bien.
Los Hankar estaban tras él, pero su forma de recorrer el tiempo y sus canales era lenta, peligrosa. Eso le daba cierta ventaja.
Según sus cálculos la primavera había llegado hace un tiempo, aún así había lodazales haciéndole difícil el recorrer esa húmeda campiña. De todas formas se sintió seguro, atrás habían quedado los días de la Horda de Oro que asoló la región, y los caballeros Teutones habían sido derrotados en la batalla de Grunwald; “viajar en el tiempo” lo había vuelto un buen historiador.
Bajó la cabeza cada vez que alguien pasaba cerca de él, si bien manejaba el latín y algo de alemán, el lituano y el polaco seguían siendo un misterio para él. Subió una colina que lo hizo sudar a pesar de lo fresco que estaba el aire. Desde lo alto pudo ver como un quebrantahuesos arrojaba lo que parecían ser los restos de un ciervo contra las rocas, hacia ellas caminó el joven.
La gris piedra dio lugar a un valle verde y cruzado por dos corrientes de agua, la más próxima era torrentosa, mientras que la otra, más plácida y cristalina escondía un caserío, mismo que un día sería la ciudad de Alytus. Caminó en dirección opuesta a la pequeña urbanización, él estaba en búsqueda de gente que buscase la soledad, que no quisiera contestar muchas preguntas.
Hankar
Se detuvo ante un claro, el olor de la comida le hizo sonar la tripa. No había comido en más de diez horas, y comenzaba a sentir la fatiga. Al problema idiomático se le sumaba que no llevaba dinero de la época, todo mal. Claro, las cosas podían estar aún peor, sintió una perturbación en la tela de la realidad, algo estaba moviéndose a través de los hilos de la vida. Algo negro y hambriento.
—Hankar—se dijo en voz baja.
Sintió como la vegetación del lugar envejecía ante aquella presencia, pero no era un viajero temporal. Era imposible que fuese alguien local, las bestias solo se organizaron con Agripa. O eso es lo que él había visto, pero el destino tenía vueltas.
Vio huellas dibujarse en el pasto húmedo, pero nadie que las hiciera. Le habían enseñado a pelear sin usar sus ojos, sus oídos, o su olfato. Pero aún así estaría en desventaja frente a un enemigo invisible y capaz de manejar los hilos de la vida de esa manera.
—Niño perdido—dijo una voz—niño sabroso.
Lentamente se materializaba una criatura algo más alta que él, una niña, un par de años mayor. Su rostro aún juvenil tenía una marca en forma de Flor de Lis en la mejilla derecha. Sus ojos eran violeta, efectivamente era un Hankar, pero uno de una clase que jamás había visto.
Vestía con ropa que parecían retazos de un centenera de vestidos anteriores, manchados con roñas que parecían tener distintos orígenes, que iban desde el barro hasta la sangre, pasando por cosas que era mejor ignorar.
—No venía por ti—dijo con calma la chica—venía por el otro, ah… tu también quieres comer carne nueva, te advierto yo lo olí primero.
Su latín era fresco, floreado y de una pronunciación itálica casi perfecta, aunque mucho en ella revelaba un origen noble, el resto de ella parecía ser un depredador ya experimentado. Sus uñas eran humanas, pero estaban largas y sucias. Bajo ellas había costras de peleas anteriores. Comenzó a circular alrededor del chico, dibujó una sonrisita macabra, inhaló y solamente entonces habló.
—El eterno es mío.
La sola palabra eternidad le daba comezón, nada es eterno, nada dura para siempre. Solo los procesos de extinción de algunos seres son más breves que de otros. sin embargo sabía que la criatura estaba apuntando en la dirección correcta. Ella estaban tras la misma pista.
Él quería preguntarle cosas, tener un nombre, pero era tarde ella se lanzó sobre él. Era veloz, mucho más que una persona normal, pero mucho menos que los enemigos que había enfrentado antes.
Los Hankar eran las únicas bestias abismales en esta región, simplemente cazaban, por lo que luchaba confiadamente, como si el joven Yanko fuese una presa lenta y mal preparada.
—¡Para!—Ordenó él—¡Dime tu nombre!
La chiquilla se detuvo unos instantes, una luz verdusca pareció nacer de su pecho. No, no era una luz propia, sino un collar. Una esmeralda de alguna clases. Algo pasó por la cabeza de la agresora, cuando la luz se apagó, ella volvió al ataque.
Esta vez fue más veloz, pero no más certera. La única arma que portaba era una pequeña hacha de hueso, que le sirve para defenderse en el caudal del tiempo. La esgrimió en contra de la chica, dando poderoso golpe en su costado izquierdo. Ella retrocedió, pero estuvo lejos de detenerla.
Nuevo movimiento de la chica, Yanko concentró su voluntad y empujó el viento, haciéndola retroceder varios metros, hasta una arboleda cercana.
Fue imposible verla por unos segundos, hasta que se delató sobre la copa de un árbol.
—Lindo, manipulaciones no letales, derroche de poder.
Ella tenía razón, no servían. La criatura se arrojó hacia el suelo y corrió furiosamente contra él. Arrojaba espuma blanca por la boca, sus ojos parecían cambiar, transformarse en pequeñas bocas dentadas.
Un chillido agudo estremeció su cuerpo, dudó, aún así cerró sus ojos y le ordenó a una raíz afilada surgir de la tierra misma. Esta brotó veloz, violenta y precisa, se clavó justo en el pecho de la anónima joven.
Ni un maldito gemido, se dijo a modo de suspiro.
Si antes había despreciado a los Hankar, su odio nació en ese preciso momento.
Hijos, madres, padres
Examinó el cuerpo, buscando una pista, pero solo encontró el cristal. Lo puso en sus manos y sintió como aquella piedra trataba de tomar control de su voluntad. Susurros de voces, recuerdos de caricias, sensaciones brotaron de aquella pieza de vidrios. Yanko cerró su puño y la hizo polvo.
Se aprestó a tomar un sendero que seguía el más torrentoso de los dos ríos, cruzó un área especialmente cerrada del bosque, las ramas delataban que la joven Hankar había dado vueltas en círculos por aquella zona. Había cierta fuerza, una voluntad suave y luminosa que parecía operar entre los árboles, a modo de barrera invisible.
No era un gran poder pero funcionaba, le recordó a la energía de su madre, lo que llenó su cabeza de pensamientos innecesarios. Pues lo que estaba buscando hacer la separaría aún más de ella.
Cruzó un puente colgante, tras caminar poro más de medio kilómetro, se dio cuenta que el río arrojaba un segundo brazo, algo menos raudo en su cause, pero parecía dividir el bosque. Un delgado puente colgante era lo único que parecía unir ambos bloques.
Yanko levantó una ceja ante la obvia trampa, no le apeteció volver al agua, no esa clase de agua al menos. Tomó algo de impulso y saltó unos cuatro metros de orilla a orilla.
Orden y luz habían sido derramados en el lugar. Esta fuerza rodeaba árboles y alejaba a los animales de las posibles trampas. Le pareció curioso encontrar esa ética tan Quimera tan atrás en el tiempo.
Siguió un sendero angosto y evitó las ramas que amenazaban con golpearlo en la cara, ya no sintió esa energía. Encontró la casa, era tal cual imaginaba, pequeña, viva, hecha de madera que aún parecía tener la capacidad de brotar.
—Detente—dijo una voz femenina.
La puerta se abrió y reveló a dos mujeres, una que acusaba le paso de los años, alta y rubicunda. De ojos azules como el cielo, la otra era morena, de rostro semítico y anguloso.
La más joven le espetó algo en lo que parecía ser alguna forma de polaco antiguo.
—No hablo tu idioma—dijo Yanko levantando sus manos.
No quería asustarlas, no quería ser enemigo de dos mujeres tan fuertes.
—No tenemos nada para ti—dijo la mayor moviendo sus manos.
—Perdón—contestó el niño sonriendo—, esas manipulaciones… perdón, esos trucos no funcionan conmigo, soy como ustedes señora Telzh, de cierta forma, ya las conozco… se lo que han sufrido.
La más joven no parecía entender el Latín, preguntó algo a la mayor y esta le contestó algo violento en aquel Polaco mestizo.
—Mi hija cree que es un demonio—dijo la mujer—, ¿lo es?
—Quizás—contestó el chico—, no lo tengo claro a veces, pero no lo creo. Soy Yanko y vengo a ver a su nieto. Sé lo que es.
Ella tragó saliva, claramente él había dado en el blanco. Ella sacudió la cabeza y gritó algo a su hija, ella salió con un azadón e intentó embestir al chico, este hizo un gesto y desintegró la improvisada arma.
—Basta—dijo él perdiendo la paciencia—, no les haría daño. Vengo a ayudarlos. Sé que son la familia de Matusalén, vengo a sacarlos de aquí. Ya no es seguro.
Un niño de unos diez años dormía en una cama de paja y sobre unas pieles de oveja. No se despertó con los ruidos, lo que delató su enfermedad.
—¿Cuánto tiempo lleva así? —Preguntó él mientras le tomaba la temperatura a su paciente.
La mujer miró al suelo poseída por la vergüenza.
—Tres días—contestó—, pensé que lo perderíamos.
—Ya no tiene fiebre—contestó Yanko—, despertará en unas horas… Saldremos entonces, pero antes tendrán que hacer algo por mi.
—¿Qué cosa?
—Darme algo de comer.
Paradojas y observadores
La mujer lo sabía, era un secreto en su familia, pero uno que se llevaba guardado en la flor de la vergüenza. A los diez años algunos infantes presentaban una extraña fiebre, que agarrotaba sus músculos, fatigaba sus cuerpos. La mayoría de las veces, morían, especialmente los varones. Las mujeres tenían más resistencia y voluntad. El chico que dormía mientras él se entregaba a los placeres de la sopa de pollo, era un caso raro, único, una presa deseable por seres como los Hankar.
—¿Dónde iremos? —Preguntó la veterana.
—Al Sacro Imperio, en tierras germanas tengo aliados, conozco un gran rabino que puede ayudar a formar al…
—Mathy—completó la mujer joven.
Era un bonito nombre, también le agradó mucho ver que ya no era temido.
—¿Es su madre? —Preguntó.
La mujer sacudió la cabeza en un gesto negativo.
—No—sentenció la anciana—, su padre era mi hijo mayor, a él y a su mujer se los llevó la plaga, no eran como nosotras.
Era un huérfano, seguían las coincidencias con Quimera, le gustaría burlarse de eso, pero nadie le entendería. Llegar hasta la Guarda de las Cenizas y el rabino Zalman no sería tan complicado como quedarse y enfrentar a los Hankar.
A penas había terminado su plato cuando el chico se despertó. Era un niño como cientos de otros, con una sola diferencia, era un desviante, uno muy peligroso.
—¿Estas listo para hacer un viaje?
El niño se restregó los ojos y miró a su tía como pidiendo socorro.
—No.
—No importa, lo haremos igual.
No tenían mucho tiempo, la permanencia de Yanko en cualquier espacio temporal no podía superar las setenta y dos horas, si es que lograba domar sus poderes. Cruzaron tierras polacas, evitando grandes ciudades donde los Hankar pudiesen tener embajadas, o nidos.
Los poderes del chico le permitieron dar pequeños saltos a través de los cuales la familia pasó completa. Estaban contra reloj, Yanko se maldijo por el poco control de sus poderes, si solo fuese un poco más fuerte, un poco más sabio. Quiso llorar, pero escondió su frustración.
Para cuando llegaron a Cracovia al joven desviante ya le quedaban pocas fuerzas, el Imperio estaba cerca, ahí estarían más seguros, pero aún quedaban varios kilómetros para llegar.
—Debes hacer un puente para ti y para el niño—dijo la anciana—, yo ya he vivido una vida larga y mi hija podrá alcanzar a Mathy en Brandemburgo.
El niño dio un abrazo a su abuela, uno de aquellos fuertes, uno de los que el viajero del tiempo no había recibido nunca. Abrió un portal, fue uno pequeño y estable, que resistió el paso de ambos hacia la protección de la vieja Guardia de la Ceniza.
La ciudad, pese a ser más austral que los bosques lituanos, aún parecía poseída por el invierno. El rabino estaba más que feliz por su nuevo aprendiz y Yanko ya debía regresar a las corrientes del tiempo.
—¿Volveré a verlas? —Pregunto el crio.
Yanko se alzó de hombros.
—No lo sé—contestó—, los libros solo cuentan hasta aquí, pero pronto serás fuerte, tanto como para buscarlas tu mismo.
—Es verdad entonces, ¿soy un Matusalén? ¿Qué significa? ¿Qué no moriré?
Otra vez la amenaza de la eternidad, esa imposible ilusión humana.
—Todos mueren—contestó sombríamente el chico—, pero vivirás muchos años, como muchos de tus antepasados, cientos, o miles si es que los libros no mienten, y si te cuidas, claro. Pero sé que vivirás mucho, lo suficiente para hacerme un favor.
El chico dio un salto al oír lo último.
—Claro, me salvaste, mi honor está a tu disposición.
—Bien—dijo calmadamente—, en el futuro cuando yo nazca haré que el mundo se ponga patas para arriba, algunos querrán matarme, otros protegerme. Te pido que ayudes a mi padre.
—Te protegeré—contestó Mathy con una seguridad heroica.
—No, no necesito que hagas eso, quiero que ayudes a mi padre a hacer lo que debe hacer: arrojarme al torrente temporal, es ahí donde pertenezco, al menos por ahora.
El niño no estaba muy seguro de que era eso del torrente de lo que fuese, aún así lo memorizó.
—Debe ser duro para ti, ir saltando de tiempo en tiempo.
Yanko sacudió la cabeza.
—Peor será para ti, tienes que aprender alemán.
Ambos se rieron, con una risilla infantil que no podrían repetir muy seguido, pero que aún así parecía inundar aquella gélida primavera.